26 de octubre de 2015
Veronika se fijó en la puerta, a través de los claros en la pintura blanca descascarillada podía ver el color claro y manchado de lo que parecía pino. Era estrecha, de aspecto viejo, quizás eso que llamaban estilo colonial. Sí, definitivamente parecía colonial, se dijo. Era lo único que debía quedar de la arquitectura original. El ladrillo rojo-manchado por el cemento y la lluvia ácida de San Francisco-podría haber estado originariamente cubierto de paneles de madera, blancos y elegantes. Por encima del primer piso las placas de aluminio pulido de un conglomerado brutalista de apartamentos engullían la fachada.

interfaz neuronal cerebro

Miró los grafitis en la puerta: "Verde sobre pino y escamas de pintura blanca, artista desconocido" Acercó el brazo al pomo de latón justo en el centro de la puerta, pulido por manos sudorosas durante al menos una década. De la manga de su sudadera emergieron sus dedos de carterista, luego el resto de una mano pálida que se cerró sobre el pomo. ¿Tirar o empujar? Tragó saliva como si aspirase humo amargo y se reprendió. Miró hacia arriba: la imagen del aluminio pulido engullendo los viejos ladrillos le pareció una acertada metáfora de sus temores. Mierda, se suponía que ya se había decidido.

Frente al impulso de echar a correr, su cerebro y su orgullo impusieron el de empujar. La madera cedió y la puerta entreabierta reveló el azul neón del taller de Hostálek. Al fondo estaría el checo, con su traje de plástico amarillo y su chiva hortera. Y el implante de nervio óptico, junto al diminuto hilo plateado del detector de movimiento, y el microprocesador para engancharse en el cortex: 11 nanómetros de silicio. El pack ideal para subir de categoría en su trabajo. Se adentró en la luz azul, aluminio pulido engullendo viejos ladrillos.