18 de marzo de 2014
Más o menos seis lunas antes de la gran fiesta de la cosecha, el Beñesmer, llegaba la época de copiosas lluvias. Con ella nubes negras de tormenta llegaban desde el mar, y la bruma bajaba de las montañas lamiendo laderas, montes y costas. Durante semanas el cielo descargaba sobre la tierra el agua tan necesaria, mientras los truenos retumbaban en las alturas y los rayos iluminaban el cielo oscuro, veladas las estrellas. La isla se volvía entonces inhóspita: La vegetación crecía salvaje por doquier, los cauces de barrancos se convertían en ríos caudalosos, capaces de arrastrar ganado y hombres. El frío y la humedad se convertían en un peligro desde que caía el poderoso sol, obligando a todos a tomar refugio. Y, si además se hacía caso a las viejas, era en esas épocas de tormenta cuando vagaban por el mundo los tibicenas y otros entes maléficos, atraídos por la ausencia de luz.



         Anamar y Garfe se preguntaban en silencio que tendrían de verdad estas últimas habladurías, aunque no lo reconocerían jamás, pues ya habían cumplido los diecinueve y eran hombres. Estaban encogidos junto a una pequeña hoguera, refugiados de la tormenta bajo un saliente de roca cubierta de musgo que chorreaba agua. Las lechuzas que ululaban entre la lluvia quedaron mudas cuando un trueno retumbó tan cerca que hizo vibrar el aire. Ambos guerreros se encogieron por un segundo y después recuperaron la compostura. Se lanzaron sendas miradas de “Yo no me he asustado, ¿y tú?” luego se apretujaron contra las llamas, sujetando disimuladamente sus armas, oteando la oscuridad que lo engullía todo más allá de su refugio bajo la roca y la densa cortina de agua. El ruido de la lluvia cayendo con fuerza y la vegetación agitada por el viento enturbiaban cualquier otro sonido. Se sentían ciegos y sordos, algo con lo que nadie estaría cómodo.