8 de septiembre de 2015
         Siempre le sorprendía el silencio dentro de los maglev. El aparato se deslizaba sin la menor sacudida, dejando atrás la estación de Pordenone. Apretó contra su pecho la mochila con el escaso equipaje. Hora de alejarse de Italia y sus clanes corporativos durante una buena temporada. Esbozó una sonrisa torcida: una nueva huida, un poquito más de información acumulada. Había dejado el trastero del puerto-su hogar los últimos tres meses-vacío. No había perdido nada y lo había ganado todo.

tarjeta de memoria


         Rebuscó dentro de la mochila, apartando la ropa usada. Sacó la carpeta, papeles polvorientos y antiquísimos recortes de periódico. De uno de los recortes cayó un finísimo rectángulo negro:
superconductor cubierto de plástico, rematado en uno de los lados con un conector de cinco finas estrías doradas. Todo lo que era, todo lo que tenía, lo guardaba allí. Información vital, información robada, los libros que nunca leería y los que ya había disfrutado. Hexabytes de información organizada en invisibles matrices n-dimensionales, imposibles de representar en el sensorial humano.


         Volvió a guardar el chip de memoria entre los periódicos y devolvió todo al desorden interno de la mochila. Bostezó, otra huida, aún le apestaba el pelo al plástico quemado de la hoguera que había hecho para deshacerse del ordenador y el colchón... todo lo que no cabía en la memoria informatizada. Miró el cielo nocturno mientras surcaba los kilómetros, cabalgando sin fricción sobre raíles de acero. Volvería a empezar otra vez, ya había perdido la cuenta. Allá a dónde fuera encontraría un viejo ordenador por poco dinero, y un cuartucho-le apetecía un ático esta vez-entonces bastaría con ponerlo todo a punto y enchufar la memoria. Su vida y todo lo que tenía volvería con destellos de luz a la pantalla. Todo lo que era, todo lo que quería, le cabía en cuatro centímetros de plástico negro.