3 de noviembre de 2014
17:32
¿De qué color estaba el cielo? A Bill le habría gustado
saberlo, pero no podía verlo. Alzó la mirada borrosa entre los edificios y los
cables oxidados que saltaban de balcón en balcón, más allá de las letras
cirílicas que resplandecían por doquier en las fachadas. Allí arriba lo único
que veía era roca negra húmeda, alternada con placas de hormigón reforzado y
aluminio que sostenían la Ciudad Alta. Su cielo era gris con luces de
balizamiento y rendijas de ventilación, sus nubes volutas de vapor de agua y
gasoil.
Le dolía
horrores la cabeza. Estaba tendido en la esquina de un callejón, bañado por la
luz verdosa del escaparate de una tienda de electrónica cerrada. Gotitas de
agua jabonosa le caían sobre el cabello corto y apelmazado teñido de violeta.
Olía a basura, aceite y alcohol etílico. Se incorporó con dificultad y la
cabeza le dio vueltas. No recordaba haber llegado allí, pero los dolorosos
latidos de la resaca en sus sienes le decían que quizás era mejor no acordarse.
Se levantó lentamente como si su cabeza estuviera llena de nitroglicerina, se
apoyó en la pared del callejón y se sacudió la ropa intentando adecentarse. Estaba
hecho un asco, pero eh... al menos no le dolía el estómago.
Bill se
colocó bien la chupa de cuero de motorista y se echó sobre la cabeza la capucha
de la sudadera gris que llevaba debajo. Empezó a caminar dando patadas a las cajas
húmedas y las latas vacías del callejón, con las manos en los bolsillos. Su mente
aún estaba en un estado de confusión absoluto, incapaz de recordar dónde
estaba, dónde había estado o a dónde debería ir. Sentía un dolor sutil y
persistente en la parte trasera del cráneo, extraño. Él era, entre otras cosas,
un yonki profesional. Un maestro del arte de ponerse ciego y volver de entre
los muertos al día siguiente. Tenía la mente anulada como en una de sus malas
resacas, pero el resto del cuerpo sólo estaba aturdido. Salió a las calles saturadas
de gente y penumbra perpetua de la Ciudad Baja. No era
un lugar oscuro, las vallas publicitarias led, los escaparates, las farolas...
había toda clase de fuentes de iluminación.
No
construyeron la Ciudad Alta sobre lo que luego se convertiría en Ciudad Baja,
no. El montón de suburbios, bloques de almacenes industriales y vapor estanco
que allí abajo llamaban aire se deslizó poco a poco durante los años cincuenta
bajo lo que después sería la Ciudad Alta. Los especuladores inmobiliarios
encontraron un nuevo filón en la combinación de inmigrantes y viejos
subterráneos abandonados. Los suburbios empezaron a crecer en las líneas de
metro abandonadas, las alcantarillas sin utilizar y las canalizaciones pluviales
antiguas. Se hicieron túneles, amplias bóvedas y respiraderos que conectaron
poco a poco la subciudad. Al final, de una manera no muy sorprendente, fue la
pobreza la que levantó la Ciudad Alta y dejó a la masa sepultada bajo sus
cimientos.
Sus botas de cuero sintético crujieron sobre la película viscosa
de flyers viejos, papeles de embalar y pedazos de revistas, todo humedecido por
el aire de la condensación. A dormir, tenía que irse a dormir. Cada tres
minutos se le oscurecía la visión, su cerebro amenazaba con un apagón total. La
fatiga era tan intensa que ni siquiera se atrevía a intentar entrar en interfaz
con su implante neural. El mero hecho de pensar en entrar en interfaz produjo
una tentativa de acceso en su cerebro y le sobrevino un dolor agudo detrás de
los ojos, tuvo que ahogar un chillido.
No,
mierda, estaba agotado. Necesitaba un poco de polvo para poder volver a acceder al microcomputador incrustado en
la base de su cráneo. Y tendría que hacerlo tirado en un colchón mullido,
rodeado por un olor sintético que al menos fuera neutral. Casi se dio de bruces
con alguien que iba en bicicleta, Bill se echó atrás con torpes reflejos y el
hombre le gritó insultos en polaco sin detenerse, desapareciendo entre el
barullo de gente que andaba y la neblina grisácea que era una cualidad
arquitectónica más de la Ciudad Baja. Siguió andando, todos le ignoraban de la
manera deliciosa que le hacía amar aquel lugar. El no importaba para nadie y
eso era genial. Una mujer hablaba por su móvil, dos hombres discutían en una
carnicería... nadie reparaba en la figura flacucha que se deslizaba a
trompicones envuelta en chupa de cuero y encapuchada, con aspecto de estar a
punto de desmayarse. Bueno, alguien reparó, y eso le provocó a Bill un
escalofrío.
Pudo
sentir la mirada sin párpados de un hombre corpulento, que llevaba también un suéter
y capucha. Dos enormes orbes con cristal dorado ocupaban sus cuencas oculares y
se había arrancado la manga izquierda para enseñar su brazo sintético cromado en
forma de garra. El pandillero miró a Bill de arriba a abajo mientras daba una
calada a su cigarrillo. Él procuró no alterar el paso al pasar.
"Si tiene un sistema de detección
de Lenguaje No Verbal verá que se me ha acelerado el pulso y tengo dilatación
capilar cutánea..."―se dijo, pero siguió andando con las manos en los
bolsillos.
Aquel
freak probablemente trabajaba para una de las tríadas de Ciudad Baja. Normalmente
dejaban a la gente tranquila a menos que estuvieran faltos de créditos o muy
colocados, en ese aspecto era una cuestión de suerte. Pero si se enteraban de
que tenías implantes caros... era otro asunto. Cuando dobló la esquina se tocó
instintivamente la pequeña cicatriz en el lado derecho del cuello, palpó
fingiendo que se rascaba el cuero cabelludo y notó la dureza del módulo bajo la
piel. Nada del otro mundo, comparado con aquel freak cromado, el seguía siendo humano. Era una mejora sensorial y
una interfaz máquina-humano: Un pequeño módulo de memoria embebido
de 8TB con el que podía interactuar, escribir y visualizar datos. Le permitía
cosas tan cómodas como leer en su cabeza mientras caminaba o ver videos.
La segunda parte de la interfaz permitía a Bill interactuar con otras máquinas,
gracias a los paquetes de software que se había instalado en la partición
System (2TB) podía incluso acceder a terminales informáticos y controlarlos de
manera remota.
Calle
39, s/n. Al fin había llegado al hogar. Entró al edificio sin vestir y siguió
el rastro de moqueta mohosa entre la maraña de mochileros y personas trajeadas.
El edificio parecía una obra nunca acabada, en los laterales de los pequeños
almacenes industriales alguien astuto había acoplado clústeres de
capsulas-hotel, instalado cierres automatizados y ahora cobraba por
utilizarlas. No era un lugar agradable, pero era muy barato y no hacían
preguntas. Había una especie de camaradería y discreción implícita en aquel
lugar. Bill subió las escaleras hasta el tercer piso y anduvo de memoria entre
los pasillos formados por las matrices de capsulas, que recordaban a las
paredes de nichos de un cementerio. La mayoría estaban apagadas y a oscuras.
Cápsula
405, tecleó su código de acceso.
La
puerta se abrió. Le recibió olor a plástico y un leve aroma a esencia
artificial de lavanda. Bill se sentó en el suelo junto a la cápsula y se
desabrochó las botas. El ataúd era acogedor a su manera y aprovechaba el
espacio. Toda su vida doméstica podía condesarse en un rectángulo de 210 por 90
centímetros. El suelo de la cápsula era gomaespuma y en la pared del fondo
había una pantalla. Todo lo que un humilde mortal podía desear.
Se
tumbó en la cápsula, cerró la puerta y quedó dentro del silencio de su nicho,
suspirando. De debajo de su almohada sacó un taco, envuelto en papel de
aluminio, de una sustancia grisácea. Rompió un poco con la uña y se lo colocó
debajo de la lengua. El polvo le
ayudaría a recargar sus neuronas agotadas para hacer interfaz con la máquina. Cerró
los ojos, le dolían horrores, y se concentró en tratar de activar el implante.
Era fácil, tan fácil que resultaba natural. Sólo tenía que pensar dentro de una
serie de parámetros y esto se traducía a lenguaje del sistema operativo del
chip integrado.
Con
los ojos cerrados no veía los comandos, ni los datos, pero los pensaba. De la
misma manera que cuando recordaba una cara Bill no la veía, pero la pensaba. Un
escalofrío que le erizó los pelos de la nuca cuando intentó acceder a su
interfaz, algo no iba bien. Sacudió la cabeza y trató de hacer un diagnóstico. ERROR.
No estaba autorizado a diagnosticar su propio implante, y eso no tenía sentido.
Arqueó las cejas con los ojos aún cerrados, moviéndolos como si estuviera en
fase REM.
A
Bill le entró el pánico y empezó a comprobar otra serie de comandos. Probó un
video (porno), podía reproducirlo, también podía leer textos. Abrió los ojos,
le costaba ver y le ardía la frente como si tuviera fiebre. Encendió la pantalla
de la cápsula y se esforzó para llamar al módulo de interactividad. Tenía que
luchar contra marañas desordenadas de sus propios pensamientos incomprensibles,
la simple llamada al módulo de interactividad le costó horrores, como si su
cerebro estuviera seco. Se metió otro poco de polvo bajo la lengua. En la pantalla apareció la imagen del video
que estaba reproduciendo en el implante, así que aún podía conectar con otras máquinas.
Bill se inclinó y apagó la pantalla, los gemidos sobreactuados murieron con la
imagen.
El
dolor de cabeza se convirtió en una aguja incandescente clavada justo detrás de
cada ojo. Ya no podía mover el brazo izquierdo. Le habían jodido, estaba
seguro. Bill rebuscó como un loco en el bolsillo de su chupa para sacar una
pequeña memoria extraíble y un conector que parecía una jeringuilla diminuta.
Era tan sencillo como pensar, maldita sea, pero en aquel momento era incapaz de
pensar ciertas cosas, como si hubieran borrado palabras y conceptos de su
vocabulario. Resopló y notó la sangre manar espesa de sus fosas nasales.
Metió
la conexión en la cicatriz del cuello, enchufó la memoria y conectó con ella. Voces
extrañas susurraban palabras inconexas en su cabeza. Se limpió la sangre con el
dorso de la mano derecha, sí, estaba frito. No era resaca, probablemente se
había infectado la noche anterior y desde entonces no tenía casi memoria a
largo plazo. Llevaba horas regalando parte del ancho de banda de su cerebro
orgánico. Con la mente saturada de pensamientos desestructurados tuvo la
sensación de que había varias personas desconocidas en su cabeza.
Pudo
pensar en el pincho, y centrarse en él, acceder a su memoria. El programa se
abrió paso y dibujó un muro de luz helada entre su interfaz y el cerebro
inconexo. Las voces se callaron y el dolor de cabeza volvió a ser soportable. La
vacuna estaba funcionando. Estuvo varios minutos disfrutando del silencio en la
cabeza, estaba solo de nuevo, y tan agotado que apenas podía pensar. Ya podía
mover la mano izquierda, así que se puso otra punta de polvo bajo la lengua. Se preparó para reconquistar su cerebro,
sintiéndose sensiblemente más estúpido después de haber aislado parte de su
cerebro con la vacuna.
Ahora
podía interactuar como el implante, volvió al saludable monologo interior en el
que se daba órdenes a sí mismo y cada parte, cerebro e interfaz, distinguían quién
tenía que ponerse a trabajar en cada momento. Accedió a la memoria sintética y
borró todo lo que tenía menos de dos días de antigüedad. Dolor y chirrido en los
oídos, después el espacio en la memoria quedó hueco. Retiró el pincho. Tuvo
espasmos, y un pequeño ataque epiléptico conforme su cerebro volvía a
unificarse y tomar el control motriz de su cuerpo. La adrenalina que se había
dispersado por su torrente sanguíneo en el momento de pánico fue desapareciendo
poco a poco y el agotamiento se abrió paso para dejarle inconsciente. Durmió sin
sueños y sin casi moverse, agotado después de pasar doce horas minando moneda
virtual con el cerebro para provecho de algún hijo de puta.
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