12 de noviembre de 2014
Año 100

         La chica dejó las flores sobre el granito perlado de rocío. Miró el cartelito de bronce de la tumba sin saber bien que hacer. Ella no creía en todo aquello de la otra vida. ¿Realmente tenía que ponerse a hablar sola, como en las películas? Se agarró la camiseta, la imagen de Freddie Mercury con chaqueta amarillo chillón se deformó cuando tiró del tejido. Quedó muda, mirando las letras grabadas al ácido en el bronce. Su lengua jugó con el aro de cromo que le atravesaba el labio inferior.

         Lo de las flores podía entenderlo, una señal de respeto para los vivos, un ritual de recuerdo. Pero lo de hablar, simplemente no iba a salirle, igual que las lágrimas que tenía contenidas. Su madre estaba muerta y allí sólo había un cadáver bajo un par de metros de hormigón y un nombre que ya no significaba nada. Ladeó la cabeza, después se giró cuando sintió que alguien se le acercaba.

epsilon eridani


         Era un tipo de su edad, vestido con uniforme militar de fatiga de la marina. La chaqueta estaba sucia, tenía las mejillas cubiertas de barba rasposa mal cuidada, los ojos marrones enmarcados en grandes ojeras la miraban con interés. Ella se apartó un paso de la tumba.

         Se le estaba acercando, se puso tensa y miró a su alrededor. No le iba a atracar en un cementerio, ¿verdad? Eso era sacrílego incluso para los yonkis. Cuando estuvo a un metro de ella esbozó una sonrisa cargada de tristeza, ladeó la cabeza buscando que se encontraran sus miradas.

―Tienes los ojos de tu madre―dijo sin inflexión. Ella arqueó una ceja sin comprender.

         El hombre se giró y desapareció por dónde había venido. Lo siguió con la mirada, cuando estaba a cinco metros sacó una pistola de debajo de la chaqueta. El metal galvanizado brilló al sol de mediodía. La chica dio un paso para empezar a correr, un escalofrío le recorrió la espalda. El exmilitar se desplomó de rodillas, se llevó la pistola al pecho y apretó el gatillo.


Año 39

         Nunca antes había estado en una base militar. Siempre las había visto desde el exterior, observando los edificios de hormigón y aluminio verde tras los altos muros con alambrada. Ahora el público que vitoreaba estaba fuera, observando el despliegue desde más allá de la alambrada y levantando pancartas que les llamaban pioneros y deseaban buen viaje. Y él estaba dentro. Tenía uniforme y un rango creado ad hoc para los colonos: Voluntario Militar.

         Las aeronaves de transporte rugían encendiendo los motores, la generosa dotación de infantes de marina empezó a abordar los primeros transportes con hastío. Para ellos aquella parte era rutina, para los colonos civiles ya formaba parte de la aventura. Dai resopló, obligándose a no sentirse fascinado por los aparatos de alta tecnología que le rodeaban, miró al cielo gris cubierto de nubes. La lluvia con sabor a ceniza le cayó sobre el rostro, no veía el momento de largarse de La Tierra.

         Uno de los marines señaló en dirección a la hilera cercana de aeronaves de transporte e hizo un gesto con la cabeza. Dai siguió a los demás colonos de su pelotón. Lo había olvidado, no era un héroe. Formaba parte de un rebaño de héroes. Quedó dentro del transporte militar, en la bahía de carga cerrada presurizada. A oscuras salvo por unas lucecillas rojas que le daban a todo un toque siniestro. A su alrededor los demás colonos se miraban nerviosos. A su derecha una israelí rezaba, frente a él dos rusos corpulentos bromeaban en su lengua materna.

         Una sacudida, la aeronave se elevó a toda velocidad venciendo sin esfuerzo la atracción gravitatoria. Dai sintió náuseas, su cerebro le lanzó la traicionera imagen de los ojos marrones de ella. Sacudió la cabeza. Un pitido agudo y el ruido de rozaduras en el casco del transporte le hicieron suponer que ya habían entrado en los hangares de La Horizonte. La nave colonial esperaba en órbita baja a veinte mil kilómetros de la superficie. La mitad de los once mil colonos se derramaron en tropel desde los transportes militares en el gigantesco hangar de estribor. Los infantes de marina pastorearon a los voluntarios militares a través pasillos delimitados con cintas de plástico, hacia sus camarotes y cubiertas.

         Dai se dejó caer sobre su camastro con la bolsa de equipaje a su lado y se sentó, mirando el techo de metal oscuro cubierto de respiraderos. Quince minutos después la superestructura de la nave empezó a gemir y el zumbido constante del reactor se intensificó, se estaban moviendo. La transición al espacio no relativista fue una simple sacudida, y la travesía de dos meses fue como viajar por un túnel. Ciegos a la imagen, el sonido y cualquier otra longitud de onda. La Horizonte no tenía mamparos transparentes para ver el exterior, pero sí tenía cámaras exteriores y bahías de observación dónde maravillarse con la negrura infinita del espacio que surcaban, al menos cuando no estaban en viaje FTL.

         El día que hicieron la transición a Épsilon Eridani todas las bahías de observación estaban llenas. Dai no había hablado mucho con nadie, pero sus compañeros de camarote estaban con él y lo arrastraron a la más cercana, esperando a que las cámaras mostrasen la imagen de la brillante estrella. Fue un poco decepcionante, se parecía bastante al Sol. Dai ladeó la cabeza mientras los demás gritaban maravillados. Era un poco más grande, sus rayos se proyectaban a través de una enorme nube de polvo y asteroides que la teñía de azul y dorado.

         Permanecieron en el planeta, bautizado Umbral, durante casi ocho meses. Meses de trabajo pasivo y monótono a las órdenes de los militares. Dai no se sentía ni como un colono, más bien era un trabajador asalariado. Y eso estaba bien, al fin y al cabo se había embarcado en todo aquello para escapar, entre otras cosas, del paro. Se entregó al trabajo de manera robótica, pero los paseos sobre el terreno polvoriento jamás pisado por el hombre, dentro del traje de vacío, nunca dejaron de parecerle exóticos. Pasó la mayor parte del tiempo que estuvo en la superficie, soldando piezas de barracones presurizados y montando estaciones de detectores sísmicos, con la mandíbula desencajada de asombro.

         La tierra allí era gris y marrón, colores vulgares, pero tenía algo que la hacía distinta. Los químicos de la expedición decían que habían encontrado nuevos elementos atómicos. Él sólo se fijaba en la belleza de aquella tierra extraterrestre.

         Pero echaba de menos La Tierra. En su habitación del barracón (por fin tenía una habitación) pasaba horas mirando fotos y videos que el Gobierno había llevado para subirles la moral. Les enseñaban lo poco de verde que quedaba en su planeta natal y les instaban a convertir Umbral en un nuevo vergel. Luego apagaba la pantalla y miraba el montón de fotos impresas en papel barato que se había traído. En casi todas había unos preciosos ojos marrones y una sonrisa torcida que se clavaban en él. Cuando estaba fuera del traje de vacío, sobre el aluminio y no sobre el polvo, se arrepentía de haberse largado. Estaba a más de diez años luz de su planeta y de ella. Cuando lo pensaba le daba vueltas la cabeza.

         La había visto por última vez medio mes antes de marcharse, en la tienda en la que trabajaba. Caminaba por la sección de libros cuando se la cruzó en un pasillo. Estaba de espaldas, la habría reconocido sólo por su peculiar andar masculino. No dijo nada, la postura oficial era odio mutuo sin armisticio ni reconciliación. Ni siquiera se despidió, caminó en la otra dirección y se alejó del pasillo. Luego se largó. Ahora no podía esperar para regresar. Tendría pasta y la resolución férrea de recuperarla. 



Año 100

         Alguien la había jodido, probablemente mucha gente. Dai siempre supo que ser parte del rebaño de heroicos conejillos de indias implicaba que algo podía salir mal. Había esperado errores, incluso algunas muertes, pero jamás aquello. Era mucho peor. Había pasado un año fuera y en La Tierra todo había cambiado. Ochenta años, decían. Quizás era una broma de muy mal gusto en la base militar. El terror le nubló la mente, sólo quería comprobar una cosa... Corrió y agarró por la pechera del uniforme a Wright, el Oficial de Inteligencia con el que había trabado algo parecido a una amistad, en Umbral.


         Así la localizó. Pasó dos meses fundiendo su dinero en heroína antes de atreverse a visitar el cementerio.