18 de octubre de 2014
15:15
Puedes leer la primera parte de la historia aquí.
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―Despierta―dijo la voz, era una orden. Un
pinchazo en el brazo, fuego de mercurio caliente inundó su torrente sanguíneo y
le obligó a poner todos los músculos en tensión y a abrir los ojos.
Dosdientes
tosió como si hubiera tragado agua y estornudó, la sangre hirviente le estaba
trepando por la base del cráneo para obligar a su cerebro a conectarse. Alguien
le sujetaba por los hombros, poco a poco su visión se fue definiendo y trató de
poner en orden sus sensaciones. Dolor amortiguado en la cara, frío en la piel y
temblor espasmódico en los músculos. Estaba en una sala con suelo y paredes de
hormigón iluminada con halógenos blancos. Detrás de ella había alguien, y al
intentar moverse notó en las muñecas las sujeciones que le ataban a la silla de
cuero pegajosa. Olía un poco a aceite de motor y antiséptico barato, apestaba
bastante a ella misma y a la ropa que llevaba tres semanas sin quitarse, pero
por encima de todo flotaba un olor que le daba pinchazos a su instinto animal:
sangre y miedo, como debía oler un matadero. Vale, oficialmente estaba
acojonada, el corazón empezó a golpearle con fuerza en el pecho.
Buscó con la mirada a sus amigos, pero
estaba sola aquella habitación que parecía un zulo muy profundo. Bueno, no
estaba sola, era peor.
―¡Hijos de puta!―exclamó, aún no sabía quiénes
eran, ni siquiera sabía si eran, en
plural, o era, en singular. Pero le
pareció una exclamación mucho más adecuada, en lugar del típico “¿qué está pasando?” “¿dónde estoy?” de las resacas realmente
serias. Se arrepintió al instante.
Las
manos que le sujetaban por los hombros se apretaron como si estuvieran hechas
de acero, hundiéndosele en la carne y obligándole a soltar un quejido y quedar
en silencio.
―Silencio―una orden. Era una voz masculina de
alguien que tenía la cara tapada con algo, un pasamontañas probablemente.
En
el silencio tenso que siguió, además de su respiración jadeante y los latidos
en las sienes, Dosdientes escuchó el
pitido en los oídos de su propio pánico. Después escuchó los alaridos
desgarrados de Emile en una habitación contigua. Abrió los ojos de par en par y
casi se dislocó el cuello tratando de mirar a su secuestrador. Y cuando por fin
el hombre giró alrededor de la silla para encararla pudo verle. Supo que aquel
secuestro recibiría una terminología más cínica y compleja: Dos metros de
pedantería servil con uniforme gris azulado, placa dorada y la cara cubierta
con un pasamontañas negro.
Era
un cabrón de la Unidad de Intervención Sociopolítica, así que no era su
secuestrador, sino un Oficial, y ella
no estaba recluida contra su voluntad, sino Detenida.
Pasado
el efecto del estimulante, golpeada por la una nueva oleada de certeza y
pánico, la sangre estaba helada en sus venas. Dosdientes no se atrevió ni a preguntar por qué. No tenía que haber
un por qué, era la UNISOCPOL, podían detener a la gente y si les preguntaban,
podían partirles la cara. Los gritos de Emile terminaron súbitamente tras un
trueno en miniatura. Se puso tensa, dejó de respirar. Había sido un
disparo.
―No sabía nada, no era útil. ¿Tú qué sabes?―dijo
el oficial inclinándose sobre ella.
Si
alguna vez había creído que temblaba, por el frío, el mono o los nervios, Dosdientes se dio cuenta de que nunca
había temblado realmente, no como en ese momento. Se estaba agitando en la
silla y el labio inferior más bien se le sacudía. El pánico le hizo casi
obediente.
―¿Yo? Yo sé lo que ustedes quieran que sepa...
lo que sea...―declaró balbuceando, se quedó sin voz antes de decir “por favor”
El oficial puso los brazos en jarras y
se agachó hasta quedar cara a cara con ella. Dosdientes pudo ver finísimos hilos de cromo ribeteando el micro
obturador de tejido sintético, color aguamarina, de las pupilas artificiales
del policía. Sus parpados se estrecharon hasta convertirse en dos rendijas.
¿Reía? Lo único que el cerebro de Dosdientes
transmitía ahora era un histérico amor por la vida, modulado por desesperadas
pulsiones de terror que le provocaban arritmia en el corazón. Sus antebrazos
estaban tensos, aplastando la piel de las muñecas contras las ataduras de
plástico.
―Sí, seguro que nos dirás algo―dijo el hombre
volviendo a erguirse en toda su estatura y sacando pecho. Se giró y Dosdientes pudo ver la porra extensible
y la cartuchera del arma semiautomática que le colgaban del cinturón.
Ya
no respiraba, jadeaba tratando inútilmente de no parecer excesivamente
asustada. El oficial se dio la vuelta, sostenía unos fórceps de aspecto
quirúrgico que goteaban desinfectante. Apretó el puño de la otra mano, los
músculos se hincharon bajo el uniforme amenazando con romper el tejido. La mano
libre del policía se movió a la velocidad del rayo. Antes de que Dosdientes tuviera tiempo de torcer el
gesto y contener el aire ya se había estrellado contra su cara, marcando de
rojo contusión su pómulo izquierdo. Su cabeza rebotó hacia detrás con la fuerza
del impacto y chilló de dolor.
Dosdientes no preguntó por qué, pero sus
ojos acuosos ya eran lo bastante elocuentes. Uno-cero-uno de la tortura, causa
dolor sin explicación para llevar a la indefensión
aprendida. El oficial se giró como para darle otro golpe, pero frenó a
mitad de recorrido cuando ella ya se estaba encogiendo. Volvió a plantarse
frente a su rostro.
―¿Qué sabes?
Ella
sacudió la cabeza.
―¿Quién vende? ¿Quién compra? ¿Qué quieren que
les diga?
El
oficial se giró, volvía a sostener los fórceps. Acercó el metal a la piel sucia
y surcada de carmesí del rostro de Dosdientes.
―Los tuyos, ¿dónde se reúnen?
Ella
le miró sin comprender.
―¿Dónde se reúnen quiénes? Yo no tengo a nadie―respondió.
Era cierto si Marty había corrido la misma suerte que Emile.
El
oficial le dio otro golpe y tiró de ella con fuerza como si tratara de
arrancarla de la silla. Dosdientes chilló y le escupió saliva y sangre a la
cara. El policía se alejó con mueca de asco y se limpió con la manga de su
uniforme.
―Ahora sí la has hecho buena―dijo.
Cogió
un cuchillo de la mesa a espaldas de Dosdientes,
que debía estar llena de toda clase de útiles de tortura, y le cortó las
ataduras de las muñecas. La levantó por el cuello con una mano y la sostuvo en
el aire, observando con satisfacción como pasaba del moreno pálido al azul
asfixia. Dosdientes estaba perdiendo
la visión y la consciencia, esperando el punzante y agudo dolor de la puñalada
que jamás llegó, la presión en el cuello se alivió y cayó al suelo.
El
policía chilló y se convulsionó hacia adelante, los músculos de tendones
metálicos bajo la piel se estaban hinchando tanto que la camisa del uniforme se
estaba rompiendo en los brazos y en la espalda. Ella se levantó aturdida y miró
a su alrededor. Luego volvió a fijarse en el hombre cuyos implantes sintéticos habían
decidido tratar de hacer dubstep a
base de sacudidas. El cuchillo que sujetaba en la otra mano cayó ruidosamente
al suelo, el policía estaba moviendo los músculos del cuello como si su cuerpo
tratara de librarse de la cabeza.
Su
instinto de supervivencia tomó el control. Dosdientes
se lanzó hasta el cuchillo y en otro rápido movimiento, espoleada por la
adrenalina que inundaba su sistema desde que despertase, saltó a la espalda del
hombre y hundió los veinticinco centímetros de hoja en la base del cráneo. No
hubo grito, sólo un gorgoteo ahogado y el crujido del tejido reactivo metálico
al contraerse, como la fricción de piezas de aluminio dentado. El policía se
desplomó y arrastró con él a Dosdientes,
la sangre caliente le salpicó la cara, le empapó la camisa e hizo que las manos
resbalaran del mango del arma.
En
su mente sólo había un objetivo: Huir. Agarró la pistola de la cartuchera del oficial
y se cerró hasta arriba el chaquetón sucio para esconder la camisa empapada de
sangre. A espaldas de la silla a la que le habían atado estaba la puerta,
pasando la mesa-camilla repleta de instrumentos de tortura que era aún peor de
lo que había imaginado. Se aplastó contra el metal blindado de la puerta y tiró
sin muchas esperanzas, pero estaba abierta. Daba a un pasillo en penumbra con
el suelo de hormigón resbaladizo, rezumando humedad. Corrió guiándose por el
instinto, levantando ecos con sus pisadas y con la pistola en una mano, ¿estaba
cargada?
Un
par de tramos de escaleras y estaba en el vestíbulo de algún edificio de
suburbios. Sentando en la pared opuesta había otro oficial de la Sociopolítica, el hombre se levantó
de un salto y ya tenía la pistola en la mano antes de que ella hubiera empezado
a esprintar hacia la puerta de salida. Cuatro disparos silbaron a su alrededor
y dibujaron agujeros explosivos en la madera de la puerta, cubriéndola con una
lluvia de astillas, pero ninguno le atravesó su carne.
Dosdientes salió al exterior, era de
noche. Giró por el primer callejón que encontró y buscó un escondite como sólo
alguien que se ha pasado la vida en la calle puede hacerlo. Empezó a escuchar
alarmas de la policía, mientras temblaba y se apretaba contra la pistola como
si fuera un amuleto protector.
Etiquetas:arcana,ficción,noir,relato-corto
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