4 de octubre de 2013

#
         Hacía un calor infernal, no soplaba el viento y parecía que el mismo aire estaba hirviendo. El sol caía a plomo sobre las casas grises y las calles desiertas, el polvo llegado desde el Sahara tupía la atmósfera dándole al cielo un color beige. Al este apenas podían distinguirse en el horizonte los altos edificios apelotonados de la capital, el mar más allá era un sutil trazo de azul titilante tras la capa de tierra marrón y contaminación del aire.

Cuando Ann jadeaba tratando de introducir aire en sus pulmones lo que entraba era vapor caliente con sabor a tierra seca. Se detuvo y bajó la vista, tratando de salvar sus ojos de la luz cegadora. Se fijó en una brizna amarillenta que salía de una grieta del asfalto bajo sus botas marrones, sucias y maltratadas, como la brizna. Las grietas del asfalto y la acera estaban salpicadas de esqueletos resecos y amarillentos de las malas hierbas.


         Caminó encorvada bajo el calor, arrastrando una enorme almádena de mango largo de madera, sudando la camiseta de manga corta negra. Deseó quitársela, como deseaba deshacerse también de los pantalones vaqueros rasgados. Se planteó muy seriamente tirar de la tela pasada alrededor de las roturas en las rodillas y convertirlos a lo bruto en unos shorts, pero no, no tenía otros pantalones. Hizo visera con una mano y examinó las hileras de casas a cada lado de la calle:

En algún momento habían sido diferentes en forma y en color, pero el desgaste del tiempo, las bombas y los incendios, las había hecho a todas casi iguales. Pintura descolorida y cuarteada, grisácea por la ceniza fuera cual fuera su color original. Surcadas las fachadas por tubos de plástico deformado que saltaban de esqueleto de farola en esqueleto de farola, privados del cobre que originariamente contenían. Todas las puertas y ventanas estaban tapiadas con bloques y cemento. 

         Ann pasó unos minutos mirando cada casa, notando las gotas de sudor que le corrían por la frente y las sienes. Después caminó hasta la elegida. La pesada cabeza metálica de la almádena traqueteó ruidosamente, levantando ecos cuando la arrastró por el asfalto. Daba igual, no había nadie allí a quién molestar. Se detuvo frente al hueco de la puerta obstruido con bloques y cemento, resopló sonriendo. Había elegido esa porque aún podía distinguirse un vestigial color rojo, la fachada, aquella fachada, alguna vez había sido de un alegre carmesí.

         Por costumbre comprobó que su moño de pelo marrón enmarañado seguía en su sitio, en copete sobre la cabeza, no es como si fuera a movérsele, pero era un gesto reflejo. Después agarró la almádena con ambas manos y balanceó los brazos acostumbrándose al peso. El primer golpe dio directo en el centro de la puerta tapiada, retumbando ruidosamente y provocándole dolor en la base de la columna. Ann golpeó una vez más sin inmutarse, no quedaba nadie a quién pudiera alarmar. Aquella zona, aquella ruina de ciudad, llevaba abandonada desde la guerra, la poca gente que quedaba allí eran como ella, también habían entrado en sus derruidas viviendas a golpe de martillo. 

         Paró para acariciarse los bíceps y coger fuerzas tras el tercer golpe, comprobando los bloques agrietados. Entrar en una casa abandonada, rompiendo la tapia de la puerta a mazazos, era como abrir una tumba de la antigüedad. No, no era como abrir una tumba, era abrir una tumba. Quinto golpe, por fin abrió hueco y la luz se filtró a través del polvo al interior. Un par de golpes después ya había abierto un agujero en la tapia por el que podía colarse, no siguió golpeando, no valía la pena. Ann se deslizó al interior, almádena en mano, tosiendo por el polvo.

         Parpadeó para adaptarse a la penumbra, respirando aire caldeado. Derribas una pared dónde debería haber una puerta, pensó, y te recibe el aire viciado y maloliente de la tumba. Avanzas a trompicones, notando como tus botas profanas crujen en el suelo, observando los restos polvorientos del pasado de alguien. El aire de aquella casa olía a cerrado, a cemento y a humedad, por suerte a ella le encantaba el olor a humedad.

         Ann apoyó la almádena contra los bloques inestables de la puerta recién abierta y dejó su mochila en el suelo, rebuscó para sacar su linterna a pilas. En su cabeza aún estaba explorando una tumba, observó fascinada los muebles del pasado y los retratos polvorientos colgados de las paredes, los rostros estaban borrosos, el papel arrugado y mohoso por décadas de abandono. Como en la mayoría de los enterramientos no debían quedar cosas de valor, pero ella estaba dispuesta a buscarlas. 

         Antes de pasar la noche allí tenía que decidir si el lugar era habitable, y si no había riesgo de que se cayera sobre su cabeza. Buscó un mueble con el que poder atrancar la recién creada puerta, no era inteligente dejar al descubierto su nueva casa. Ann sabía bien la clase de gente que se movía por allí, llevaba años sola, toda su vida quizás. La calle le había hecho saludablemente desconfiada y paranoica. Acabó arrastrando una estantería de madera maciza con esfuerzo. Resopló y maldijo, allí dentro no hacía mucho menos calor. 

Cuando por fin tuvo bloqueada y asegurada la entrada decidió seguir explorando la casa, tenía dos pisos, a juzgar por el exterior, y quizás y todo un patio. La primera desilusión se la llevó cuando vio que el patio era una enorme escombrera destrozada sobre la que se había derrumbado la mitad del piso superior, todo era polvo de cemento, malas hierbas y restos de muebles rotos. <<Seguramente la jodió un cartucho de artillería>> pensó.

La sorpresa la encontró en lo que quedaba en pie del piso superior. En una habitación rectangular pequeña, que debía haber sido un dormitorio con una ventana al exterior ahora tapiada. Allí dio con un montón retorcido de ropas y huesos, envueltos en un chaquetón acartonado y apestado por los fluidos de la descomposición. Sintió un mareo, un cadáver, un jodido cadáver. Ann había visto fiambres en su vida: vagabundos que morían de hambre o de frío, o apaleados por los policías y militares que salían borrachos de los cuarteles en sus cacerías. También había visto a amigos y conocidos no despertarse jamás después de una sobredosis.

Pero nunca había esperado encontrarse un cadáver allí, por primera vez encontraba un cuerpo en la tumba profanada. Se arrodilló junto al montón de huesos, estaba acartonado y reseco, la mata de pelo apelmazado aún cubría el cráneo grasiento. Ann se alejó, destrozó una silla y utilizó una de las patas rotas para remover el montón de ropas, inspeccionándolo desde una distancia en la que las nauseas no eran tan intensas.

La pata de la silla tocó algo metálico y voluminoso, Ann lo golpeó con suavidad para alejarlo del cadáver y después lo atrajo para sí. Lo cogió con dos dedos y una mueca de asco, era una carcasa negra de 15x15 centímetros. Arqueó una ceja y la palpó con más curiosidad, apartando el polvo, por un lado notó un par de muescas, entradas de conexión con pines cromados. <<Así que es una unidad de memoria, algún tipo de flash con datos>> Cuando limpió más polvo de la superficie metálica distinguió un pequeño logotipo, abrió mucho los ojos, sorprendida:

Era un cráneo con los ojos en llamas, rodeado por siete estrellas verdes. Las fuerzas especiales del viejo Ejército Confederal.

La caída del sol no trajo ni un poco de frescor, no soplaba el viento, y la luna aparecía rojiza tras la capa de arena sahariana que cubría el cielo. Ann estaba sentada en el salón escuchando la radio con un auricular, esperando a que el hornillo eléctrico casero (hecho con una batería y una placa de metal sobre una resistencia) calentase el pan para la cena. Tenía entre las manos la unidad de memoria militar, gruesa, blindada, misteriosa. Deseó tener un ordenador, pero tampoco albergaba esperanzas de poder ver el contenido, probablemente estaría protegido, encriptado o como quiera que se dijese. 

¿Y qué significaba, de todos modos? Habían muerto muchos soldados allí, por todas partes, en la guerra. Aquel quizás sólo era una anomalía, un desertor vestido de paisano que viajaba con unos pocos datos, o dinero electrónico robado, y había quedado sepultado. Pero era una explicación demasiado convencional que ya le sonaba falsa incluso en su cabeza. Los fuerzas especiales habían sido borrados de la historia, ella sólo había visto aquel escudo en un lugar, en otra tumba sin profanar. 

Poco a poco la curiosidad, espoleada por las posibilidades de dar con un filón y riqueza, fue creciendo en su interior. Y sabía exactamente a dónde le iba a llevar...

La historia continúa en Tumba Abierta II...

3 comentarios:

Airlia dijo...

Pinta muy interesante! a esperar a la segunda parte! :P

lnnrt dijo...

Un aura distópica diferente, un marco poco común pero igualmente inquietante y decadente. Sabes que este tipo de descripciones son de las que más me gustan, las qu ete conducen y se mezclan con la acción.

A ver como sigue, porque está muy abierto, como es lógico y no sé muy bien que esperar. Eso es bueno.

Un abrazo

Abián G. Rodríguez dijo...

Gracias por los comentarios. Lo cierto es que esta entrada me quedó un poco más corta de lo que suele gustarme, y creo que para compensar la siguiente será más extensa... hay mucho que explicar y que hacer antes de que esta historia quede cerrada ;)