28 de junio de 2015
         ¿Qué hacía en la barriada un tío con pantalones de traje negros-de aspecto bastante caro por cierto-y camisa blanca abotonada hasta el cuello? Joven y moreno, rozando los treinta, el pelo castaño bien rapado como los demás miembros de la vasta legión de oficinistas a la que pertenecía. Mochila de deportes a la espalda y mirada de forastero. Estaba fuera de lugar, tramaba algo.

         Un fin de semana cojonudo, eso era lo que tramaba. A su alrededor en la plaza las farolas derramaban iridiscencia ambarina y perezosa que a duras penas lograba atravesar la llovizna con la que el cielo plomizo estaba salpicándolo todo. Desde los edificios clónicos pintados de gris las ventanas devolvían los sutiles destellos verdosos de los televisores sintonizados en el partido de liga. El extraño y tan fuera de lugar salaryman se sacudió y buscó algún portal en el que refugiarse, la lluvia le empezaba a calar. Tiró del asa de la mochila y se movió, incómodo. Pensó en la chaqueta del traje arrugada dentro de la mochila, tenía el logotipo de la compañía en la solapa. No podía arriesgarse.

salaryman

         Un estremecimiento le hizo sacudirse y tuvo que boquear aire varias veces para recuperarse. La familiar sensación del pulso irregular le golpeó en el pecho, la lluvia sobre la piel se hizo tibia en comparación con los sudores fríos. Arritmia, su corazón avisaba, como cualquier máquina, con irregularidades antes del fallo definitivo. Sacó de un bolsillo del pantalón su pastillero cromado y se echó dos pequeñas píldoras verdes a la boca. No ayudaban mucho, sólo calmaban las señales del inexorable deterioro de su músculo más importante.


         Un crujido metálico, uno de los portones de los edificios se abrió y por él se escurrió una figura envuelta en chubasquero de plástico negro. Se le estaba acercando. Con las manos en los bolsillos del pantalón, el salaryman tanteó sus opciones: Táser portable apretado en la mano izquierda, cuatrocientos yuanes en la derecha. No estaba seguro de si era su vendedor o alguien que podía tener otras intenciones, no estaba de más prevenir. Relajó la mano alrededor del táser cuando vio que el tipo del chubasquero alzaba las manos cerca de él.

―¿Cinco siete nueve once?―preguntó.

         Él asintió y sacó la mano derecha, el puño apretado alrededor de los billetes rojos. El ámbar de las farolas iluminó el rostro idealizado de Mao, arrugado y mojado por la lluvia. Vendedores y clientes nunca se conocían, era la primera medida de seguridad. Una dirección web difícil de rastrear, pedido y asignación aleatoria de una id numérica que variaba cada vez. Ahora 57911 estaba conociendo a su vendedor de esa semana. El tipo del chubasquero sacó una pequeña zipbag de plástico transparente y se la ofreció. Él alargó la mano con los yuanes, ¿iría armado su vendedor? ¿Y si cogía la bolsa y se echaba a correr con el dinero? Desechó la idea tan rápido como había llegado, no tenía aplomo ni resistencia cardiovascular para probarlo. Entregó el dinero, tomó la bolsita y vio a su ángel mensajero largarse de vuelta al portón contando los billetes sin disimulo. Guardó la zipbag en un doble forro cosido de la mochila y se alejó apresuradamente de la plaza.

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Estaba tirado en el sofá, esperando a que el reloj digital de su decodificador marcase las 11 de la noche. Los restos de su cena eran un cuenco de plástico con hebras de pollo manchadas en salsa naranja tandoori. La única habitación de su estudio olía a picante y moqueta polvorienta. Fue hasta el escritorio, apartó la modesta montaña de documentos, incluyendo el código ético de la compañía, y cogió la mochila. Vuelta al sofá, ruido de cremalleras y forcejeo con las fuerzas de la naturaleza en forma de tejido y bolsillos.

Triunfal y medio muerto de sueño, sostuvo al fin la bolsita entre los dedos y la alzó al trasluz de la lluvia del canal aux del televisor: Empatía potenciada, genuino bienestar, arritmia y taquicardia, euforia, dolor de mandíbula... recepción aumentada de serotonina y agotamiento químico de sus reservas. Aquel gramo de polvo color coca-cola condensaba una rica sintomatología. Cinco días de trabajo en la oficina, y aquella era su golosina, su premio. Por alguna razón pensó en un anuncio de Purina.

Dos noches y dos días de despreocupación, la felicidad inducida por la voluntad y los químicos. Apretó el plástico con delicadeza, notando las piedrecillas entre el polvo. Necesitaría el domingo para recuperarse, probablemente también el lunes y el martes, pero seguía valiendo la pena.

         Esa noche no saldría de fiesta, pero tomaría un poco. Como recompensa a una semana de eficiente y sosegada productividad. Había apagado el teléfono y no lo encendería de nuevo hasta el lunes. Decidido voluntariamente a no tener amigos, ni implicaciones sentimentales durante su larga jornada laboral, su mejor opción era condensar todas sus interacciones humanas los fines de semana, aceleradas y catalizadas por la anfetamina. Había visto a compañeros de la oficina en algunas de las fiestas clandestinas, pero nunca lo mencionaban entre semana. Abrió la bolsita y se humedeció el meñique con la punta de la lengua antes de meterlo dentro. El dedo regresó a su boca impregnado con polvillo ácido y amargo de metilendioximetanfetamina. El desagradable sabor químico era familiar para él, pero no lograba acostumbrarse. Como justo después de cada primera dosis, sintió alivio y arrepentimiento a partes iguales. Los nervios se disiparon bajo la certeza de que el bienestar iba a llegar.

         Luego vino una pequeña punzada fría de arrepentimiento. Le nació en el pecho y trepó por el cuello hasta su cerebro. Mezclar un corazón débil con un aumento de la tensión y el ritmo cardiaco no parecía un camino a la larga vida. Según los médicos-a los que nunca le decía que tomaba éxtasis, claro-ni siquiera era un camino para llegar decentemente a los cuarenta. Pero era su camino, una manera de pavimentar la horrible carretera del día a día y hacerla soportable, de nada le serviría vivir cien años si no podía ver el cielo los fines de semana.


No con poca maestría, había aprendido a equilibrar la tolerancia desarrollada por su cerebro y la propia sensación de costumbre para hacer que aquella droga, aquel miserable polvo, fuese siempre una liberación, una falsa pero real experiencia mística de empatía, euforia y bienestar. Era un adicto, no por química, sino por necesidades del alma. Aquello le estaba matando, pero mientras lo hacía, podía vivir. Incluso si una parte de él, la que amaba la mera existencia y el poder correr sin sufrir mareos ni falta de aire, quería dejarlo, no podría. ¿Y cómo? Había probado el cielo...