21 de enero de 2015
         Cuando la camarera dejó el plato sobre la mesa él lo observó como si se tratara de una delicada obra de arte. Aroma y estímulo visual se conjuraron, la boca se le hizo agua tan rápido que a duras penas pudo balbucear un “Gracias” a la chica después de tragar nada. Ray se quedó un segundo pasmado, rojo hasta las orejas, antes de mirar de nuevo a su mesa y olvidarlo todo.

         Trucha con lecho de cebolla caramelizada y piñones silvestres. Miró el ojo del pescado, como siempre decían que debía hacerse. Debía ser fresca, llegada como mucho hacía un par de horas a la lonja del puerto. No le dio más vueltas, hundió cuchillo y tenedor para saborear su premio. Aquello era su recompensa, sí. Siempre celebraba que había terminado un trabajo comiendo trucha de piscifactoría en el único restaurante de la ciudad que la traía fresca y que la preparaba a su gusto. Esbozó una sonrisa, masticando con la boca cerrada, diminutos pedacitos de trucha enredados en su bigote y perilla recortados. Acababa de ganar un millón novecientos mil y lo celebraba con un plato de 55, era un tipo de costumbres sencillas.

nataraja

      Cerró los ojos, estaba deliciosa. El contraste de sabores en el plato era perfecto para él, la suavidad de la textura del pescado tierno con el ligero crujir de los piñones... Se sorprendió a sí mismo en medio del restaurante poniendo una expresión de placer casi obscena. Luego rió, los demás se podían joder, había ganado suficiente como para comprar el garito.


         Nunca quiso trabajar para la Jōtatsu Corp, ni para el Señor Daswani. Cayó allí por casualidad, podría decirse, recién salido de la facultad de matemáticas. Pero vaya, que-al menos al principio-era matemático y no creía en la casualidad. Le habían elegido, la corporación le había sobornado con un sueldo fijo casi decente y unos pluses de escándalo para un trabajo inmoral y aberrante. Siguió comiendo, destrozando el animal asado del plato, separando carne de las espinas en una carnicería inocente, casi como si aún estuviera trabajando.

         No mataba directamente, así no funcionaban en el proyecto. Ray mataba con números haciendo ocurrir lo improbable. Sus operaciones no parecían accidentes, lo eran. Hacía dos años que la JŌTATSU se lo intentaba vender al Ministerio del Interior como la vanguardia de un nuevo modo de entender la resolución de conflictos.

         Era un esclavo, en realidad. Una cláusula de privacidad permitía a la corporación eliminarle si intentaba dejar la compañía. Mera formalidad, no es como si la JŌTATSU necesitase una cláusula para matar a nadie, de eso iba todo el proyecto. Se consolaba diciendo que al menos no estaba en el peor de los bandos, y él no tenía realmente que matar a sangre fría. Entre los amos que podría haber elegido, la JŌTATSU era el mejor. Su alivio eran los momentos de paz y sencillo hedonismo como aquellos, alternados con dos o tres chutes de dimorfina al día.

         Alguien iba a romper su momento de celebración, lo supo en cuando vio entrar a los dos trajeados. No los conocía, pero eran altos, con espaldas anchas como culturistas y de mandíbula ancha, que apuntaban alto para mirar a todos por encima del hombro. Gorilas de la corporación. No preguntaron a nadie por él, fueron directamente hasta su mesa, habían visto su foto. Probablemente la estaban viendo en ese mismo momento en sus implantes de retina. Ray aún no había conocido a un gorila de la JŌTATSU que no los tuviera.

         Dejó de comer, puso los cubiertos en el borde del plato y se limpió la boca con la servilleta. Se reclinó en la silla y adoptó una expresión de indiferencia. Los dos tipos se sentaron en su mesa, con una actitud no especialmente amenazante.

―Amigos, son de la compañía, ¿verdad?―dijo con aire de inocencia.

         Con los lacayos de Daswani había que ir con pies de plomo, aún si estabas en su nómina. Ese hindú hijo de puta era dueño de media ciudad y media isla, no era la clase de persona a la que le vacilabas, aún si te creías imprescindible. Porque no lo eras.

―El Señor Daswani quiere verte―dijo uno de ellos

         Ray hizo amago de volver a coger los cubiertos, se inclinó hacia adelante y habló.

―Por supuesto, mañana a primera hora estaré en su oficina. Si me lo permite.

―Quiere verte ahora.

         Soltó los cubiertos, sonrió para ocultar su desagrado y apuró su copa de vino de un gran trago. Muy despacio, se limpió las manos en la servilleta y se levantó de la silla. Cogió la chaqueta negra de su traje y se la puso con un aire de elegancia que no pegaba nada en su cuerpo esbelto y su cara morena de toxicómano de ojeras grises.

―Vale, enseguida pago y les acompaño.

―No hace falta, ya está todo pagado―los gorilas se levantaron al unísono―Vámonos.

         Atravesaron el salón del pequeño restaurante, casi una tasca. La camarera asintió al verles salir y así quedó todo arreglado. Probablemente ella, a través de un complicado organigrama de empresas y sociedades fantasma, también trabajaba para la JŌTATSU.

         La noche santacrucera de Agosto les dio un puñetazo de calor y olor fecal a agua de riego depurada. A su alrededor las fachadas de edificios de los años setenta de la década pasada empequeñecían bajo los enormes rascacielos de hormigón y aluminio, iluminados con constelaciones de diodos luminosos, que se alzaban sobre los cimientos centenarios. Gente con bolsas llenas de botellas de alcohol barato caminaban en grupo por las vías oxidadas del tranvía abandonado, fluyendo a contracorriente hacia los callejones un poco más arriba para beber frente a las puertas de los garitos, antes de entrar en los sótanos y las lounge de las terrazas. Mierda es verdad, era sábado.

―Coño, el Señor Daswani sí que es generoso―dijo Ray al ver el deportivo Audi negro al que le llevaban sus “escoltas”.

         No dijeron nada. Uno, el de nariz torcida y que no había hablado, le abrió la puerta trasera mientras el otro se sentaba en el asiento del conductor. Ray entró y se dejó caer torpemente en los asientos tapizados de cuero sintético beige. Nariztorcida se sentó a su lado, ocupando plaza y media. Se preguntó que más aumentos tendrían aquellos dos, ¿todo ese músculo se podía conseguir sólo con anabolizantes? Probablemente eran implantes de polímero artificial, salía más barato y aguantaban más.

         La mayoría de los gorilas que trabajaban para los adinerados, o para la policía, lo hacían para poder pagarse los chutes de péptidos anti-rechazo de sus tejidos nerviosos cableados. Él gastaba una cantidad considerable de su sueldo en pagarse los chutes de dimorfina, pero era distinto. Ray lo hacía porque quería, aunque hubiera empezado tomándola para tratar una lesión de hombro. El viaje hasta el distrito financiero fue silencioso, aburrido. Ray ni siquiera estaba nervioso. Qué demonios, los tratos con la JŌTATSU eran siempre así. Bueno, hasta ahora habían tenido la decencia de dejarle terminar de cenar, pero estaba convencido de que no pasaría nada. Él no había hecho nada mal...

         Pasó quince minutos examinando sus últimos trabajos, comprobando que había seguido su mantra, su norma de oro: No jodas a la compañía, ni de acción, ni de omisión, ni siquiera de pensamiento. Llegaron y él aún estaba rememorando su penúltimo trabajo. No, que no había hecho nada mal. Pero allí estaba, en un ascensor que se hacía estrecho con la presencia de los dos trajeados, con la mirada fija en el numeral que indicaba el piso, esperando el momento en el que llegara a 142 y se abriera al despacho del ático. Ray habría matado por un pico de di en aquel momento, un poco de calma y zen artificial. Estaba temblando, se dijo que por el mono.

         Salió del ascensor y sus dos simpáticos escoltas desaparecieron cuando la puerta se cerró. El Señor Daswani estaba en un asiento al fondo del enorme despacho, delante de una cristalera desde la que podía verse toda la bahía del puerto, salpicada en una contradicción sostenida por el capital de plataformas petrolíferas desmanteladas y gigantescos cruceros de turistas. Ray se acercó al escritorio de madera noble con grandes zancadas, ya aliviado y convencido de que no había hecho nada malo. Aún estaba vivo.

         Se detuvo frente al escritorio y permaneció de pie. El Señor Daswani era calvo, con la piel morena y las facciones arrugadas. Anticuadas gafas de pasta negra enmarcaban unos ojos pequeños y feroces. A su espalda, colgados sobre la cristalera, tapices con los retratos de sus predecesores: Tipos barbudos y con turbantes, de expresión solemne y casi noble. Anacrónico, pensó Ray. El Señor Daswani se inclinó hacia adelante, apagó la pantalla holográfica de su equipo y se quedó mirándole. A su izquierda había una estatua de bronce, un dios con cuatro brazos que parecía bailar sobre un enano, rodeado todo de un círculo de llamas. Nataraja: Shiva bailando la danza de la destrucción para borrarlo todo y crear un mundo nuevo. Las llamas eran holográficas y lanzaban un juego de sombras sobre la cara del hombre.

―Buenas noches, Señor Daswani. ¿Cómo se encuentra?

―Siéntate, hijo―dijo el hombre. No tenía acento, debía ser de la décima u onceava generación de nacidos en la isla. Ray obedeció y se dejó caer con la brusquedad habitual sobre la butaca de aluminio tapizada en cuero negro.

―Me ha mandado a buscar muy tarde, pensé que me dejaría descansar un poco después del último trabajo.

―Créeme, me encanta dar a los míos su merecido descanso. Pero a veces ocurren cosas fuera de mi control, aunque te cueste creerlo.

         El jefe nunca le ofrecía a Ray nada, ni un trago, ni tabaco, nada en absoluto. Le gustaba hablar las cosas sobrio, admiraba eso de él.

―Sí que me cuesta creerlo―Ray se sacó un cigarrillo de la solapa de la camisa―¿Puedo?

         Isha Daswani asintió, entrelazó los dedos de las manos sobre el escritorio y miró una lámina de plástico superfina sobre su escritorio a través de la cual fluía el texto enriquecido, leyó de reojo.

―Lo haces bien chico, trabajas bien. Por eso estás bien pagado y por eso te necesito a ti, y sólo a ti, para el nuevo trabajo.

         Ray apuró una calada y expulsó el humo a su izquierda. Permaneció atento, intentado con disimulo ver que leía su jefe.

―Sabes lo del encargo de prueba del Ministerio para nuestros grupos de Operaciones Especiales, ¿no?

―Algo he oído, Señor Daswani.

         El hombre sonrió.

―Claro que lo sabes, eres un tipo listo. No diré que es nuestro mejor negocio, pero sí es uno de los importantes. El terrorismo de estado mueve mucho dinero en este siglo, Ray...

         Él se encogió de hombros. ¿Qué la represión estatal era un negocio lucrativo? Nada nuevo, lo había sido desde que en la década de los veinte se habían empezado a privatizar los cuerpos de seguridad. Se inclinó un poco hacia adelante y sacudió el cigarrillo sobre el cenicero de plata, frente a Nataraja.

―Es un contrato con el Ministerio del Interior para el departamento de Paz Ciudadana. No somos un jugador grande en el mundo de la seguridad privada, pero somos buenos―continuó el hombre―Malta, Bayona, Los Cárpatos. Ahora vamos a cambiar la estrategia. Tu proyecto se va a hacer cargo de esto.

         Ray se movió incómodo en la silla.

―Pensé que el Ministerio había contratado a los SpecOps...

―Y lo han hecho, pero en la Junta hemos decidido que se encargue tu proyecto. Para que de una vez esos políticos estúpidos se decidan a financiarlo y comprarlo. Además, tenemos a los SpecOps hasta el cuello en la Argyre Planitie. El problema de los colonos insurgentes se está haciendo complicado.

         Ray dejó el cigarrillo sobre el cenicero y se puso en tensión.

―Creí que no era inteligente jugar con el Ministerio.

―Déjame eso a mí, chico―respondió el hombre. Las llamas de Nataraja bailaban sobre su rostro.

―Claro, discúlpeme―Ray dejó el resto del cigarrillo sobre el cenicero. Ya no tenía ganas de fumar―¿Cuál es el objetivo?

―Mañana se te informará. Irás al laboratorio en Barcelona y trabajarás con el equipo de campo que hemos enviado.

―Yo no soy un agente de campo, Señor Daswani. Sólo soy matemático.

―Eras matemático cuando te contraté hace cinco años, he invertido dinero y tiempo en entrenarte, tu avión sale en dos horas. Mis hombres te llevarán.