6 de mayo de 2015
12:47
Nunca podía saber si era de día o de noche en su cuarto,
porque tenía los cristales de la ventana cubiertos con gruesas capas de cinta
americana negra. Willy miró el reloj a través de la neblina de su cerebro
agotado, pudo distinguir las pequeñas manecillas cubiertas de pintura
fluorescente. No le quedaba mucho tiempo. Contuvo un bostezo y dio el último
sorbo a su cóctel de Adderall con Redbull. Cerró los ojos un segundo y se
imaginó la taurina con dextroanfetamina corriéndole por las venas, acelerándole
el corazón y fluyendo hasta el cerebro para provocar pequeñas explosiones de
luz entre sus neuronas en penumbra. Como mucho tenía una hora antes de desmayarse
y quedarse dormido. Resopló, una hora antes de morir.
Ya había
dejado un registro de lo mejor de sí mismo, incluyendo todo lo que había podido
investigar sobre el sueño polifásico y el teléfono (y sus impresiones) de la
chica que había conocido a las tres de la madrugada en La Facultad. La
Facultad, el bar. De lo que era él, Willy 89, quedaría una fotografía y un
diario digital de tres páginas en .odt para que Willy 90, fuera quien fuera,
pudiera recordarle. La subida de la anfetamina le llegó como un suave latigazo
cervical y una sensación de vértigo en la base del cráneo. Aprovechó aquel
momento de falsa euforia para inclinarse sobre la pantalla del ordenador y
poner a pantalla completa el visualizador del reproductor de música. Un baño de
colores cayó sobre sus ojos, las líneas pulsaban al ritmo de los beats.
Se reclinó en la
silla y disfrutó del espectáculo psicodélico de los 90. ¿Los reproductores de
música actuales tendrían la opción de visualizaciones? No lo sabía, ni Willy89
ni ninguno de los otros se había molestado jamás en descargar un nuevo
reproductor. Bostezó de nuevo, pese al pulso galopante de anfetamina. Tuvo
ganas de irse a la cama, descansar la espalda dolorida. Negó con la cabeza y
con ello se sacudió un poco del letargo, ¡no! Aquello era rendirse a la muerte.
Casi se le cerraron los ojos, hasta que una nueva canción de eurodance entró
con un ritmo frenético y una melodía aguda que se le clavó en los oídos y le
hizo enderezar la cabeza.
Porque era
como morir, ya estaba convencido. Lo que había empezado como una inocente
conversación y un estudio superficial sobre la mente humana había terminado en
una desoladora realidad: Willy (el Willy original, que NO ERA en realidad el
original) había llegado a la conclusión de que al dormir, interrumpiendo la
continuidad de la conciencia, la personalidad desaparecía. Era una conclusión
jodidamente lógica y aterradora. Cada noche (o cada mediodía, no todo el mundo
tenía las mismas costumbres) el sueño apagaba la conciencia. Al despertar se
iniciaba una nueva conciencia que, durante los primeros segundos, se apresuraba
en cargar los registros de memoria del cerebro. Así, esa nueva conciencia tenía
la sensación de continuidad, creando la ilusión de que se trataba de la misma.
Pero era eso,
una ilusión. Nadie, jamás, es la misma persona al despertar: Cambios de humor,
de perspectiva, de ideas y de sensaciones. A Willy le aterraba, o le había
empezado a aterrar. Él no quería cambiar, ni reiniciarse al dormir. Él quería
ser siempre él.
Imposible por
diseño, toda una putada. Así que se había resignado a numerar sus propias
conciencias, y a conformarse con alargar su media de vida de unas 16 horas a
casi 32. Ayudado por los químicos y la voluntad nacida del terror a desaparecer
que tenían cada uno de sus yo. Además, tenía que convencerse a sí mismo (siendo
un escéptico) de qué aquella teoría era cierta. Por eso llevaba un registro de sí
mismo y de sus pensamientos, y un pequeño test de personalidad que hacía al
despertar. Así, así podía comparar las diferencias. Bostezó de nuevo, la anfetamina se escurrió
por su columna vertebral dejándole sólo una sensación helada y cansancio, se le
cerraron un poco los ojos.
Oh, joder, no quería olvidar quién era, no morir...
Willy (Willy 90)
despertó aturdido, con un horrible dolor de cabeza. Se incorporó y se miró en
el reflejo de la pantalla apagada, no se sentía tan diferente. Sobre el
escritorio vio las cajas de bebida energética y las bolsitas de plástico transparentes
con polvo de anfetamina, le dolió todo el cuerpo. Trató de desencajarse de la
silla frente al escritorio, notando crujir las vértebras. Por un momento, sólo
por un momento, pensó que aquello era una locura, que él era el mismo-como una
puta cabra pero él mismo-la continuidad del individuo podía conseguirse íntegramente
con la memoria sin necesidad de una persistencia ininterrumpida en el tiempo.
Sí, a lo mejor se le había ido la olla hacía mucho tiempo.
Eso era algo
que Willy 89 jamás se habría planteado.
Etiquetas:no-ficción,relato-corto
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