11 de febrero de 2015
12:11
Nathan dio
vueltas al pequeño objeto cromado entre sus dedos, ignorando el ruido de la
terminal del aeropuerto a su alrededor. Pasajeros de quince vuelos
internacionales llamaban por teléfono, se despedían y se movían nerviosos a su
alrededor. Guardó la discreta pieza metálica, si todo salía bien quizás sería
la última vez que podría viajar en avión llevando uno de aquellos. Si salía bien. Vale que después de toda
aquella movida del 11S las compañías aéreas y los gobiernos estaban estirando
hasta límites insospechados la paranoia ciudadana, pero aquello, lo que
pretendía el lobby, era casi
demasiado.
Un aviso de
megafonía, era su vuelo. Se levantó y ajustó las solapas de su chaqueta antes
de embarcar, le reconfortó el tacto del algodón teñido de negro. Caminó
siguiendo la hilera de oficinistas trajeados, guiñó un ojo a la azafata por
puro reflejo y, una vez dentro del Boeing 767, se sentó en su amplio asiento de
primera clase. Volvió a sostener el objeto metálico entre los dedos, su
supuesta arma. De seguir algún tipo de filosofía, un bushido, Nathan jamás habría aceptado el trabajo. Deshonroso para
cualquier experto en armas era decir poco. En todo caso, de seguir una
filosofía, la suya debería haber sido la de los mercenarios, y era bastante
probable que no existiera. Un mercenario con principios inamovibles le sonaba
como una contradicción. Pero sí que tenía orgullo, y aquel trabajo, aunque
sorprendentemente bien pagado, se lo estaba hiriendo.
En su faceta
de experto en armamento, le contrataban para toda clase de cursos y
demostraciones inverosímiles a gobiernos, generales y grupos paramilitares. De
todas sus actuaciones esta se llevaba la palma. Guardó el metal empañado en el
bolsillo. El avión despegó rumbo a Washington. Si los convencía a ellos, le
habían dicho en el lobby, el resto de
gobiernos del mundo les seguirían por puro reflejo y por no ser menos. Participaba,
quizás, de la conspiración más estúpida y absurda que jamás hubiera tenido
lugar. Mucho más estúpida aún que la de la licra premeditadamente debilitada en
los albores de la obsolescencia programada.
Se dejó dormir
repasando mentalmente los movimientos y posibilidades de combate que había
ideado. Era posible matar con ellos, lento y extremadamente ineficiente, pero
posible. No se le ocurría ni una sola situación en la que un asesino o
secuestrador quisiera utilizarlos frente a sus propias manos desnudas, pero no
era importante. Lo único que tenía que hacer era demostrar a los del Consejo de
Seguridad que se podía matar con aquello.
Iban a decidir
una nueva tanda de prohibiciones en los aeropuertos. Seguramente habría toda
clase de artículos considerados peligrosos. El que él representaba, sin
embargo, estaba allí por puro negocio. Si lograba convencer al Consejo, si
lograba que lo prohibiesen, las proyecciones de ventas menos optimistas indicaban
un ascenso mundial del 3000%. Si aquellos diminutos y ridículos objetos
metálicos y brillantes eran prohibidos, el lobby
ganaría millones. Eran casi indispensables y... ¿quién tendría tiempo de
facturarlos? ¿Quién iba a malgastar espacio pudiendo comprarlos nuevos en su
destino?
Siete horas
después estaba en Washington, reunido en un discreto edificio. Alrededor de la
larga mesa de falsa caoba se sentaban burócratas, enviados de compañías aéreas
y mandos militares intermedios. Le presentaron como un consultor del Gobierno, ¡por supuesto! No iban a decir que le había
contratado el lobby que
comercializaba el producto. Nathan se incorporó y flexionó los músculos
hinchando la chaqueta, luego la dejó sobre la silla y quedó en camiseta de
asillas, con los brazos musculosos y tatuados al descubierto. Era parte del
marketing.
Tomó aire y
sacó su posible arma, que lanzó destellos plateados a la luz de los halógenos. Luego
hizo una seña al ayudante que le habían asignado.
―Buenos días, miembros del Consejo de Seguridad―empezó con voz
teatral―Ahora, voy a enseñarles cómo podemos incapacitar, e incluso matar a
alguien, con un cortaúñas corriente...
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